Cultural Local Quintana Roo

Cozumel, paraíso de unos cuantos

La de los cruceros es una industria pujante. Enormes embarcaciones recorren el Caribe y surcan las costas mexicanas. Un nuevo muelle podría poner en riesgo la riqueza marina en la isla Cozumel y privar a sus habitantes de espacios públicos.

A dieciocho metros bajo la superficie del mar se cuelan algunos rayos del sol. El agua es transparente y permite ver con claridad unos cien metros a lo lejos. Los corales se levantan como montañas rugosas y alcanzan alturas de hasta seis metros. Centenares de peces de colores revolotean entre las esponjas y las columnas de burbujas que lanza un grupo de buzos. A la distancia se ven tres mantarrayas que se desplazan con calma, se acercan al suelo arenoso, al cardumen de peces que forma remolinos a la mitad de las aguas; miran con curiosidad a las veintiséis personas que flotan cerca de ellas y luego siguen su camino. Esas personas (la mayoría, extranjeros que rondan los cincuenta años) las siguen con sus cámaras de video desde lejos; las mismas cámaras que acercaron a una tortuga y a las medusas, pero que no han reparado en que los corales que golpean con sus aletas al nadar están casi muertos. Su tejido se ha calcificado, se han cubierto de un tono blanquecino y han perdido pedazos con el tiempo. La explicación se encuentra en su centro, donde los corales resguardan un alga que los man­tiene vivos, pero algo la ha matado. La explicación también se encuentra en la superficie, en esa inmensa sombra que cubre de pronto el fondo del mar. Desde abajo parece una bestia que surge desde un sitio remoto y que pronto lanzará un ataque irrefrenable contra este remanso de calma; desde afuera luce como un edificio que ha caído al mar y flota entero, sin hun­dirse. Pero no es una cosa ni la otra: es uno de los cientos de cruceros que llegan desde Florida, en Estados Unidos, con miles de turistas que pasarán entre dos y ocho noches recorriendo el mar hasta las costas mexicanas. 

Esta pequeña isla en el Caribe, donde viven apenas 73 000 personas, recibe cada año a más de 4.5 millones de turistas. El mar turquesa de estas costas se abre con el paso de cada uno de los 1 300 cruceros que anclan en sus tres muelles. Cozumel es el principal puerto de cruceros en México. En 2019 recibió más del doble de embarcaciones que dieciséis puertos mexi­canos juntos; más del doble que la suma de los que llegan al puerto de Roatán en Honduras y al de Belice, los destinos turísticos que comparten ruta marítima con la isla de Quintana Roo. Sólo las costas de Miami reciben a más cruceristas. Pero lo que podría ser una promesa de desarrollo económico y bie­nestar se ha convertido en la mayor amenaza para los recursos naturales de la localidad y una condena a vivir en la pobreza para miles de personas (ver Gráfica 1). 

A dieciocho metros bajo la superficie del mar se cuelan algunos rayos del sol. El agua es transparente y permite ver con claridad unos cien metros a lo lejos. Los corales se levantan como montañas rugosas y alcanzan alturas de hasta seis metros. Centenares de peces de colores revolotean entre las esponjas y las columnas de burbujas que lanza un grupo de buzos. A la distancia se ven tres mantarrayas que se desplazan con calma, se acercan al suelo arenoso, al cardumen de peces que forma remolinos a la mitad de las aguas; miran con curiosidad a las veintiséis personas que flotan cerca de ellas y luego siguen su camino. Esas personas (la mayoría, extranjeros que rondan los cincuenta años) las siguen con sus cámaras de video desde lejos; las mismas cámaras que acercaron a una tortuga y a las medusas, pero que no han reparado en que los corales que golpean con sus aletas al nadar están casi muertos. Su tejido se ha calcificado, se han cubierto de un tono blanquecino y han perdido pedazos con el tiempo. La explicación se encuentra en su centro, donde los corales resguardan un alga que los man­tiene vivos, pero algo la ha matado. La explicación también se encuentra en la superficie, en esa inmensa sombra que cubre de pronto el fondo del mar. Desde abajo parece una bestia que surge desde un sitio remoto y que pronto lanzará un ataque irrefrenable contra este remanso de calma; desde afuera luce como un edificio que ha caído al mar y flota entero, sin hun­dirse. Pero no es una cosa ni la otra: es uno de los cientos de cruceros que llegan desde Florida, en Estados Unidos, con miles de turistas que pasarán entre dos y ocho noches recorriendo el mar hasta las costas mexicanas. 

Esta pequeña isla en el Caribe, donde viven apenas 73 000 personas, recibe cada año a más de 4.5 millones de turistas. El mar turquesa de estas costas se abre con el paso de cada uno de los 1 300 cruceros que anclan en sus tres muelles. Cozumel es el principal puerto de cruceros en México. En 2019 recibió más del doble de embarcaciones que dieciséis puertos mexi­canos juntos; más del doble que la suma de los que llegan al puerto de Roatán en Honduras y al de Belice, los destinos turísticos que comparten ruta marítima con la isla de Quintana Roo. Sólo las costas de Miami reciben a más cruceristas. Pero lo que podría ser una promesa de desarrollo económico y bie­nestar se ha convertido en la mayor amenaza para los recursos naturales de la localidad y una condena a vivir en la pobreza para miles de personas (ver Gráfica 1). 

Las consecuencias negativas de la industria no son exclusivas de las costas mexicanas. Las rutas que siguen los cruceros por el Caribe dejan tras de sí el mismo efecto en países como República Dominicana, Jamaica, Cuba y Bahamas. Las islas como Cozumel, sean ciudades o naciones independientes, enfrentan los mismos retos ante la voracidad de las empresas de las que, paradójicamente, depende su economía. “Estos grandes grupos de turistas ejercen presión sobre la capacidad de carga del entorno local. Debido a las limitaciones de tiempo de los operadores de cruceros, las actividades planeadas en tierra se enfocan en ganar dinero y rara vez tienen opciones sustentables”, dice la investigación de Moscovici. “Más del 80% de sus actividades requiere transporte con uso de combustibles fósiles, vehículos todoterreno que comprimen la tierra o motos acuáticas que dañan la vida marina. Los impactos ambientales son difíciles de manejar para los lugareños. La basura, la pesca excesiva, la contaminación y los desechos humanos se acumulan y las comunidades que intentan mitigar estos problemas a menudo no cuentan con el marco administrativo o los recursos necesarios. Crece la presión internacional por conservar los ecosistemas, pero la responsabilidad recae sobre estos grupos indígenas o comunidades que viven casi siempre con altos índices de pobreza”. 

El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desa­rrollo Social (Coneval) reportó en 2020 que la mitad de los cozumeleños vive en pobreza, sin ingresos suficientes para cubrir sus necesidades básicas; la cuarta parte de la población no tiene acceso a los servicios de salud ni ningún tipo de seguridad social; y 45% no cuenta con los servicios básicos de vivienda, como agua potable y electricidad. Nada de esto impide que el turismo masivo en cruceros sea la mayor apuesta a futuro ni que, en diciembre de 2021, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) haya aprobado el proyecto para construir un cuarto muelle para barcos de este tipo en una isla que ya no soporta más presiones ambientales y sociales. Las obras llevan al menos tres meses frenadas, gracias a un litigio que iniciaron quienes defienden el acceso a su ciudad. Aún falta que se admita la demanda en nombre de las colonias de corales que serían arrasadas por esta construcción que en total ocupará más de una hectárea, considerando el puente que atravesaría una de las avenidas principales para llevar a los cruceristas a una plaza comercial en medio de la selva y que implica una inversión de 25.7 millones de dólares. 

La promesa incumplida

La de Cozumel es una historia de explotación. La transparencia, la poca profundidad y la temperatura casi perfecta de sus aguas lo han hecho uno de los sitios más populares para el turismo internacional. De acuerdo con un estudio realizado por Alejandro Palafox Muñoz y Felipe Rubí González, 2 esta isla comenzó a ser un destino imprescindible desde los años sesenta. Al inicio, fue un boom del turismo de buceo; después, de cruceros; y, finalmente, de deportes de alto rendimiento. El mercado se fue ampliando, así como la infraestructura para los visitantes. 

Con el turismo han llegado la depredación y el desarrollo desigual. En apenas 488 km² de superficie es posible encontrar al norte hoteles y condominios de lujo con una vista privile­giada al mar y, al sur, colchones y tendederos en las entrañas de la selva que se han convertido en improvisados campamentos para las familias que no tienen un hogar. “La ruta que ha seguido Cozumel, reportada en las últimas dos décadas, no deja dudas sobre el destino al que llegará. Los recursos naturales ya se están racionalizando. El modo de vida acentúa la desigualdad y la pobreza sigue avanzando, dejando el destino de los residentes a la voluntad de las decisiones de empresarios extranjeros, socios regionales y autoridades locales”, dice el estudio. Las bondades de la industria turística, que promueven empresarios y gobiernos, no son visibles en la vida cotidiana de los habitantes de la región. “La historia de los desarrollos turísticos es siempre la misma”, explica Rubí “hay un lugar y un paisaje privilegiados, los locales son despojados de sus tierras y ex­pulsados hacia la periferia, el Estado instala los servicios y vías de comunicación; entonces, vienen las grandes inversiones y a cambio dan empleos precarios y mal pagados. Se han normalizado prácticas laborales que eran ilegales, como el famoso ‘descanso solidario’, que no es otra cosa que el despido de miles de empleados en temporada baja y lo venden como que tenemos que ser solidarios con las empresas. Y yo me pregunto ¿por qué no son ellos solidarios con las personas y sus familias?, ¿de qué van a comer los tres o cuatro meses que no tienen trabajo”. 

Si los beneficios de la industria turística son cuestionables, los de los cruceros ni siquiera los percibe la población que recibe a los millones de cruceristas. Este tipo de turistas pasa la noche dentro de un barco que les proporciona bebidas y comida ilimitadas, pero el consumo en los destinos es mínimo. “El crucerista se baja del barco y no camina la ciudad, no tiene la oportunidad de comer en la fondita, conocer la cultura local. Esa derrama económica ¿se queda en la ciudad? No. Esos turistas se suben a un autobús, los llevan a un club de playa y ahí dejan el dinero. ¿Qué les puede vender la gente de Cozumel? Sombreros de charro que nunca se han usado aquí, sarapes con un escudo de futbol americano, tequila, cuando aquí no hay agave; y eso ofrecemos porque los turistas creen que eso es México”, explica Rubí. Los ingresos que generan estas embarcaciones a los gobiernos locales no son transparentes, pero el gobierno estatal y las empresas que manejan los puertos reciben el pago de permisos y derechos por usar los muelles. El municipio, la autoridad que debe gestionar los residuos y asegurar los servicios básicos, no obtiene ningún pago por la explotación de sus recursos naturales.

“El desarrollo no significa igualdad”, lo dijo el representante de Muelles del Caribe, la empresa que promueve el cuarto muelle, Roberto Chami, durante una entrevista radiofónica en febrero pasado. Y Cozumel es la mayor prueba. Sin embargo, el muelle es uno de los 39 proyectos de infraestructura prioritarios para el gobierno federal como parte del plan de reactivación económica tras la pandemia. Para muchos, la necesidad real del proyecto está en duda, pues los tres muelles existentes tienen, en promedio, una ocupación de 51% a lo largo del año, según la oficina de Administración Portuaria Integral de Quintana Roo. Aun en temporada alta, alrededor de las fiestas decembrinas, el muelle con mayor afluencia de cruceros, el Puerta Maya, está ocupado al 80% de su capacidad en la mejor semana (ver Gráfica 3).

El nuevo proyecto será “un muelle innecesario que va a causar impactos sociales y ambientales también innecesarios”, dice Aarón Hernández, abogado del Centro Mexicano de Derecho Ambiental, A. C. “No hay sobredemanda y, aunque la hubiera, la isla no soporta tanta presión. El único valor que prevalece es el económico y eso también está en duda. No resuelve ningún problema, ninguna demanda; debe haber otros intereses que no son tan visibles, porque no hay justificación para este proyecto”. 

Olivia Rose es especialista en redes sociales y marketing digital. La amenaza que representa un nuevo muelle la obligó a aprender de leyes y derecho. Ella, junto con otros integrantes del recién formado Colectivo Ciudadano Isla Cozumel, promovieron la demanda que hoy ha impedido que continúen las obras. “Tenemos que abogar por la mayoría, no por lo que necesitamos quienes vivimos a dos cuadras del centro de Cozumel”, dice en entrevista. Y es que el sitio para el muelle ocuparía la última entrada libre y pública a las playas cristalinas, Villablanca, donde los cozumeleños corren por las mañanas, disfrutan del atardecer y se sumergen en el mar sin tener que pagar ni consumir alimentos y bebidas en un club de playa. “Vivimos en una isla pequeña, vemos el mar y el sol en todos lados”, dice Olivia; “con esas construcciones se apropian del paisaje: ahora sólo vas a poder ver el atardecer si estás arriba de un barco. Eso tiene un nombre: es usurpación y despojo. Si pones rejas e impides que las personas nativas disfruten de lo que siempre ha sido suyo, eso es segregación”. 

Para algunos mexicanos visitar Cozumel es como ser un extranjero en la propia patria. Los idiomas que se hablan casi siempre son diferentes al español, los recorridos turísticos se realizan con personas de origen europeo o de Estados Unidos, la comida y bebida se tasa en dólares y la población local con la que interactúan es sólo la que ofrece servicios. Si se recorre la línea costera, todo son hoteles y condominios de lujo, pero adentrarse en la ciudad es conocer la realidad de quienes la habitan. En el centro permea un olor fétido que emanan las plantas de tratamiento de agua que hace años han sido rebasadas; la basura se acumula en las calles o en los vertederos, que se desalojan hasta que alcanzan su límite y los desechos se llevan en barco a otro sitio. “Si un empresario decide arriesgar su capital en un proyecto turístico que genera riqueza, no importa si invierte en uno o diez muelles, si tiene diez hoteles y cuatro restaurantes. El problema es que el sistema que tenemos sólo se trata de acumulación de capital, de una minoría enriqueciéndose mientras la población sufre las consecuencias sin ningún beneficio”, dice Rubí. 

Un sueño color turquesa 

Carolina Cevallos llevaba catorce años buceando cuando co­noció Cozumel por primera vez. Había recorrido otros sitios del Sistema Arrecifal Mesoamericano, como Belice y Honduras. Había conocido otros corales en Cuba y Panamá y se había sumergido en toda la Riviera Maya, pero ningún sitio le cambió la vida como Cozumel. “La cantidad de colores, la inmensidad de las especies, la diversidad de formas con toda esa luz: era como un sueño. Fue como si me hubieran generado todas las mo­léculas de la felicidad, como si estuviera en un viaje psicodélico. Era como estar en otro planeta y ser otra persona sin problemas ni preocupaciones. Sólo estaba ahí, respirando, viviendo cada segundo al máximo”, dice. La bióloga es también instructora de buceo y conoce muy bien el lugar que se ha elegido para el muelle. Ese oasis de espacio público es también el lugar donde las tiendas y escuelas de buceo certifican a sus alumnos para conocer el mundo submarino que esta isla resguarda. La calma de sus aguas es ideal para las primeras inmersiones de los principiantes y, para muchos operadores turísticos que ofrecen actividades acuáticas como hacer esnórquel, es el único sitio a donde pueden llevar a sus clientes, pues los permisos para entrar al Parque Nacional, el corazón de los arrecifes, son limi­tados. “Hay también una afectación económica, porque ahora las empresas pequeñas no van a poder aprovechar los recursos. Lo peor es que esos empresarios (dedicados al buceo) tienen mucho menor impacto en la naturaleza y en la ciudad. Incluso hay programas de educación ambiental que ya no podrán rea­lizarse porque ahora ya es como si el mar fuera privado”. 

Chami, el vocero de quienes promueven el muelle, ha dicho en entrevistas que en esta playa, Villablanca, sólo hay piedras y arena. Y Germán Méndez, fundador de Cozumel Coral Reef Restoration, sólo ríe al escucharlo. Él y otros biólogos volun­tarios han estudiado durante años el deterioro acelerado de los corales en Cozumel y han impulsado los programas de res­tauración conocidos como “granjas de corales”. Desde hace diez años en ese mismo sitio han sembrado corales con la esperanza de algún día recuperar la riqueza y abundancia del Caribe. “Si alguien te dice que aquí no hay nada es porque no ha metido la cabeza al agua. Es cierto, no hay tanta vida como antes, porque ellos la han masacrado y ahora quieren darle el tiro de gracia”. Y con “ellos” se refiere a las empresas de cruceros que afectan a estos ecosistemas de forma irreversible. 

En 2019 se registró la tercera muerte masiva de corales en la isla, que obligó a las autoridades, por primera vez, a cerrar el acceso a los turistas para que los científicos averiguaran las causas. Nadie se atreve a asegurarlo con firmeza, pero existe evidencia de que la calidad del agua ha empeorado por los aceites, el combustible y las aguas negras que los cruceros lanzan directamente al mar. Existe también evidencia de que las algas que sostienen por dentro la vida de los corales mueren enfermas por una bacteria que surgió en Florida en 2014. Aquí las corrientes marinas se mueven de norte a sur, por lo que era difícil que la contaminación llegara de forma natural. Los especialistas coinciden en que ésta llegó a Cozumel debido a las aguas lastre, ésas que los barcos cargan y descargan para me­jorar su estabilidad. Y así, esa bacteria llegó a las costas mexicanas a bordo de un crucero. 

 “Hubo campañas para tratar a los corales con antibiótico, fue muy alarmante. Sólo 20% logró salvarse”, cuenta Méndez. “El arrecife Colombia Bajo eran tres kilómetros sólidos de puros corales y la mayoría eran Orbicella annularis: 95% de esa especie desapareció”. Las descargas de aguas contaminadas no han parado. Las montañas de corales que se han formado a lo largo de cientos de años han resistido, pero no podrán ha­cerlo por mucho más tiempo. “Lo más absurdo es que se hacen estas construcciones para detonar el turismo, pero acaban con lo que atrae a esos turistas, que son los arrecifes. A este ritmo de devastación, ni siquiera los cozumeleños van a poder conocerlos”, dice el científico. 

El primer golpe llegó con la construcción del Puerto SSA México, en el centro del Arrecife Paraíso, al final de los setenta. En aquellos años poco se sabía del impacto ambiental de los cruceros o de la desigualdad que detona la industria, pero ya se tenía la certeza de que los corales no sobrevivirían. “Paraíso es el arrecife menos conservado, con mayor mortalidad, pero es el más resistente, el que más ha aprendido a sobrevivir”, dice Carolina Cevallos. “Son como nosotros: una persona que ha su­frido mucho es más fuerte, encuentra la forma de sobrevivir. Así, Paraíso está tan acostumbrado a ser dañado que tuvo que volverse resistente para seguir viviendo. Y ésa es la única es­peranza, que todos los corales aprendan a ser fuertes y a sobrevivir, a pesar de nosotros”.